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GustavoAdolfo Bécquer (1836-1870), 西班牙 浪漫主义诗人、散文家的一篇西班牙语的历史作品小短篇,可能恰好诠释了所谓"白月光"的爱情象征。
《El rayo de luna》浪漫主义文学的作品,题为《月光照人》,历史或故事内容讲述一位西班牙贵族青年虽出生于战乱时代,但生性喜文厌武,出于一腔赤诚追寻生命中的真爱,那一位,是他臆想中的佳配。在一个月色当空的夜晚,在郊野林荫漫步的这位青年无意中察觉到有一位白影少女一闪,虽然那只是他的幻觉,但他从声响、动态、乃至气息判断认定那一定是自己的梦中佳人,从那一刻开始,他便全部身心地寻找这位白裳黑发、蓝眼睛、身材高挑的真爱。
仅为了奔跑速度更快地找到已经消失不见的身影,他不惜舍弃衣物,彻夜在民居内挨家挨户访寻探问,然后来到广场一角的一阁楼小窗一盏彻夜不灭的灯光,使他认定她本就应该住在这里,不然谁这时刻还通宵亮着灯?一定是她刚刚从郊外散步回家!她就住在这里!于是,这位痴情人就地等到天亮,等着与她相见。结果天亮后被守门人告知此地无此人。于是,这位青年在此后的数月中,一再回到当日“邂逅她”那一片树林里,寻找并期待着……数月后的一个月夜,终于被他找出了真相,原来他所认定的“绝配的身影”仅是一团由树叶遮挡“月光”的光和影的型状,更由于风吹树叶的晃动,使得所谓“白月光”看起来也在晃动还象是会行动。受此感情挫折,这位青年沉默了,以后不管谁劝他,一提到名利、荣誉、爱情等话题,他都回答道“那不过是一道——白月光”,不少人都觉得他已经疯了,但作者却不那么想,作者说那是“思想觉醒”。
这部作品风格融风趣、通俗和雅致,以散文笔铺垫的景物,以故事刻画展现人物性格的细致,唤起战后时代青年的人生思考与追求。故事布局完整、场景更替明确,值得推荐。
《El rayo de luna》
【正文】
Gustavo Adolfo Bécquer
Yo no sé siesto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, conesta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartarsus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de sucastillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban avolar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo enafilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos-respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unastras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores,que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica,inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía queen el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre losvapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas,que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el AIre, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas,imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres uninstante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, ala otra porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunasveces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando ala luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas quetemblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellaslargas noches de poético insomnio, exclamaba:
-Si esverdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos deluz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre lasnubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esasregiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!… ¿Cómo será suhermosura?… ¿Cómo será su amor?…
Manrique noestaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí losuficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.
Sobre elDuero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas deSoria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de losTemplarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen delrío.
En la épocaa que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sushistóricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchostorreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos dehiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadasgalerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con ungemido, agitando las altas hierbas.
En loshuertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años lasplantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegabatodas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendoembellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosostroncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban yse confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres ylas ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos defábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como elpenacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose comoen un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria dela destrucción y la ruina.
Era denoche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles,y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso ytransparente.
Manrique,presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atraVESAr el puente,desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que sedestacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas enel horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente,estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda queconducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló ungrito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondode la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó unmomento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de unamujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismoinstante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en losjardines.
-¡Una mujerdesconocida!… ¡En este sitio!…, ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yobusco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
Llegó alpunto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujermisteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyódivisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o unaforma blanca que se movía.
-¡Es ella,es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y seprecipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que seextendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre lamaleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba laclaridad del cielo… ¡Nadie!
-¡Ah!, poraquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, yel crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -ycorría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguensonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, hahablado… El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezanen voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí,ha hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera… Ytornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensandooírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, semovían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies;luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba aintervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él,complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagóalgunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, yadeslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrerafrenética y desesperada.
Avanzando,avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegóal fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal vez,desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de eseconfuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a lacima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte delDuero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscurapor entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique,una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero altenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz dela luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca quese dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquellabarca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda,la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, larealización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con laagilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podíaembarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo,partió como una exhalación hacia el puente.
Pensabaatravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla.¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, yalos que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban enSoria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta lamargen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
Aunquedesvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo deSan Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en laciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población,y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a laventura.
Las callesde Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Unsilencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora ellejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora elrelincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba alpesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique,con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían lospasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejóndesierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que acada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último,se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenersebrillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayode luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras deseda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casade enfrente.
-No cabeduda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar unpunto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo deSan Saturio… por el postigo de San Saturio se viene a este barrio… en estebarrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela… ¿Envela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarloa estas horas?… No hay más; ésta es su casa.
En estafirme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticasimaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda lanoche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuandollegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobrecuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamentesobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció enel dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos yenseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a uncocodrilo.
VerleManrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quiénhabita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido aSoria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que,sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos,le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
-En estacasa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor denuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra enesta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y suhija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa,o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!… Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche hevisto arder una luz?
-¿Allí?Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendidasu lámpara hasta que amanece.
Un rayocayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que lecausaron estas palabras.
-Yo la hede encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de quehe de conocerla… ¿En qué?… Eso es lo que no podré decir… pero he de conocerla.El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo desu traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Nochey día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una teladiáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de lacabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligiblespalabras… ¿Qué dijo?… ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso…pero aún sin saberlo la encontraré… la encontraré; me lo da el corazón, y micorazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas lascalles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de unaesquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas yescuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada contal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de laColegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera delarcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de midesconocida; pero no importa… yo la he de encontrar, y la gloria de poseerlaexcederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómoserán sus ojos?… Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de lanoche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tanmelancólicos, tan… Sí… no hay duda; azules deben de ser, azules son,seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten… Meparece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros… nome engaño, no; eran negros.
¡Yqué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellerasuelta, flotante y oscura, a una mujer alta… porque… ella es alta, alta yesbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovaladosrostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles degranito! ¡Su voz!… su voz la he oído… su voz es suave como el rumor del vientoen las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como lascadencias de una música.
Y esamujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, quepiensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que esun espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se hade sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como laamo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos,vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto… ¿Quién sabesi, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almassoñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de lanoche?
Dos meseshabían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellosdesengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora habíaformado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dosmeses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida,cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdasimaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente queconduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadassendas de sus jardines.
La nocheestaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más altodel cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de losárboles.
Manriquellegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de lasmacizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto. 【未完】 |